Cae la noche y amanece la vida en Estambul. Es el mes del Ramadan y las noches se tiñen de colores deambulando por la oscuridad. Colores imposibles…colores fugaces que se mezclan entre sí para generar una paleta inigualable.
El ambiente desprende genialidad y los hiyab de las mujeres se abren paso entre olores de los guisos, tabaco e incienso.
La plaza de la Mezquita Azul se llena de familias buscando poner fin a un largo día de ayuno. A lo lejos, se intuye una especie de canto de sirena que, irremediablemente, te obliga a adentrarte hasta lo más profundo. Allí, el repertorio suena rítmico y sensual. Los derviches giran, los niños juegan, los mayores charlan…y la ciudad te atrapa, te hace caer en la trampa de una seducción que jamás lo parece.
Estambul no se molesta en disimular su grandeza.
Comencé la noche sin rumbo decidido. Cámara en mano, quería contar sensaciones…tratar de captar ese toque tradicional, bohemio y desenfadado de una ciudad que combina perfectamente con el estado de ánimo de los allí congregados.
Distancia 1,5 metros, ISO 100, obturador 1´5 s, flash, apertura de diafragma f9. ¡Click!
Probé a darle más luz a una capital que jamás se queda a oscuras. Tornar lo efímero en perpetuo. Contar que, paseando del brazo, en una perfecta penumbra, una mujer le confía a otra las confidencias que le rondaban por la cabeza. Que unos niños juegan a ser los dueños se su mundo justo a a pocos metros de una pareja que se intercambia miradas de complicidad. Unas cuantas carcajadas, una palabras subidas de tono, un par de árboles al otro lado y un pedazo de cielo al que se asoma la noche. Todo cabe en unas fotografías tan casuales como intencionadas.
Una ciudad y unas costumbres que rascan, arañan y conmueven…
Brilla el primer rayo de sol y cuando todo parece estar a punto de acabar, la ciudad de nuevo se transforma y llegan, una vez más, sus gentes…los de siempre, los de de vez en cuando, o los que simplemente pasaban por allí.
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